
La vida en reclusión es muy difícil. Sobre todo, cuando has tenido la fortuna de nunca sufrir carencias importantes; de siempre gozar de los servicios básicos, de una casa, de una regadera, de una cama donde dormir.
Yo soy Erandi Alicia Roa Quintero. Soy Licenciada en administración de empresas egresada de la Universidad de La Salle Bajío en León, Gto. Soy originaria de Irapuato y para el año 2012 tenía, junto con mi hermano Enrique, un negocio propio en plaza Cibeles en Irapuato, con el que compartía la administración y atención del negocio y del cual teníamos buenos ingresos. En enero de 2012 acabábamos de abrir la segunda sucursal en la avenida guerrero, en la zona centro de Irapuato.
Mi papa es ingeniero militar retirado del ejército y para 2012 tenía un negocio de ferretería que comenzó 18 años atrás, en una colonia popular de Irapuato llamada Los Fresnos. Mi mamá es ama de casa desde que se casó con mi papá.
Teníamos una vida normal, tranquila, económicamente estable y esperábamos continuar desarrollándonos como cualquier familia trabajadora tradicional. Recuerdo exactamente el primer instante en el que ingresé al CERESO de Irapuato.
Primero, en un cuarto, dos custodias nos pidieron que nos quitáramos la ropa frente a ellas y se las entregáramos, al brassier, le sacaron las varillas frotándolo contra la pared, para que se rompiera y poder sacarlas. Nos dejaron con la ropa interior y los zapatos y nos entregaron un pantalón y una camisola enormes, arrugados, sucios, para que nos los pusiéramos. Nos quitaron reloj, anillos, pulseras, aretes, broches, pasadores. Me cortaron las uñas de acrílico que traía entonces, lo cual es muy doloroso porque se rompen las tuyas, pero dijeron que no están permitidas.
Me pusieron a mí y a mi mama en un cuarto en el que no había nada más que unas superficies llamadas “piedras” empotradas a la pared, haciendo la función de literas para dormir con escalera para subir a la que se encontraba arriba. Una taza de baño y un lavabo, ahí junto, a la vista, sin nada que separara un espacio del otro. Una reja que cerraba ese cuarto, pero que se lograba ver hacia afuera un custodio rondando por ahí. De un momento a otro las custodias llevaron a dos mujeres que llegaron golpeadas y despeinadas gritándose entre ellas, se habían peleado a golpes y las metieron en ese mismo cuarto con nosotras, cuando aún iban “bravas”, aventándose y discutiendo. Yo guardé silencio y paré de llorar. Trataba de ignorarlas mientras se les pasaba la rabia, no podía entrometerme porque no conocía su reacción, quizá también a mí me tocaría un golpe. Pero fue mi mama quien comenzó a hablar y algo sucedió, sus palabras fueron: “ay muchachas, no se peleen, ya tranquilas” y comenzaron a echarse la culpa una a la otra de lo que había sucedido y por qué habían peleado, y aunque de pronto parecía que retomarían su pelea, mi mamá supo abordarlas para tranquilizarlas y comenzaron a preguntar que porque estábamos ahí, que qué habíamos hecho o que yo que había hecho para arrastrar a mi mama a un lugar como esos.
En un rato más llegó a la reja un carrito con dos ollas grandes, una con frijoles, otra con agua y un canasto con tortillas. Las llevaba Daniel (el cocinero), que siempre me decía, “ya no llores, come, está bueno… mira, hasta traen sus chilitos…” como hasta ese momento no teníamos nada más que un pantalón enorme y sucio y una camisola que nos dieron al entrar cuando nos quitaron nuestra ropa, al momento de llegar el cocinero nos pedía nuestros trastes pero no teníamos, entonces él volteó hacia la piedra de arriba y vio “un letrero” sucio que estaba ahí y me dijo, “enjuágalo”. Entonces lo lavé sólo con agua y mis manos, y así se lo pasé para que nos sirviera ahí los frijoles y él fue a conseguir otro para servirnos agua. Así que nos pasó los frijoles, un puño de tortillas y agua. Evidentemente no teníamos hambre, pero mi mamá me insistió a que comiera, aunque fuera un poco.
Llego el momento en que una de las muchachas tuvo la necesidad de ir al baño, así que solo se bajó los pantalones, se sentó en la taza y comenzó a hacer sus necesidades, yo sólo me voltee hacia otro lado. Era terrible tanto para la que hacía, como para las que estábamos ahí percibiendo por supuesto los olores y aguantando, en algún momento fuimos cada una a hacer del baño, son necesidades inevitables. Llego la hora de dormir y la custodia nos trajo unas cobijas que nos había enviado otra interna, a la cual aún no conocíamos, para pasar la noche, con la promesa de que en cuanto tuviéramos las propias, se las devolveríamos, lavadas por supuesto. De igual forma nos prestaron un cepillo de dientes y una pasta, bajo la misma promesa. También conseguimos papel de baño.
El pase de lista de la noche era a las 7pm para el cual teníamos que estar de pie frente a la reja esperando a la custodia a que nos nombrara y respondíamos con nuestro apellido; cosa que no sucedió con mi mama mientras estuvimos en León, a ella la obligaron a responder al nombre de Guadalupe Cázares y ella se negó muchas veces ya que ese no es su nombre, pero el comandante de León, Gto, fue a hablar con ella y le advirtió que si ella no contestaba con ese nombre la castigaría, porque ese nombre fue con el que fue ingresada, acusada y era el que a ellos les aparecía en listas. (Esto sucedió en el CERESO de León)
A las 9 de la noche pedíamos permiso para hacer una llamada de 5 minutos y si nos lo concedían pedíamos prestada una tarjeta de teléfono de igual forma, con la promesa de que en cuanto vinieran a vernos y tuviéramos dinero podríamos pagarles la tarjeta.
Es muy difícil acceder a las cosas porque cuando acabas de llegar, haces preguntas a los custodios o custodias y te ignoran, no te contestan. Hasta que pasa alguna otra custodia que si quiere contestarte y a veces lo hacen de muy mala gana, o mejor le preguntas a otras internas. Es poco común que encuentres a custodios que sean amables o simplemente educados. Los demás te tratan con desdén y maltrato, como si les constara que realmente delinquiste o como si algún día les hubieras hecho algo malo.